Detrás de todo buen lector hay un buen escritor. Eso es sabido, pero tiene una consecuencia nefasta: el mal escritor aleja a los lectores. Si uno comenzó el camino de la lectura leyendo –por ejemplo- “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato, posiblemente no quiso leer más libros que lo atormentaran. Quizás no claudicó pero, probablemente, se tomó el tiempo necesario para pensar si valía la pena leer a Kafka o a Dostoievski o a Joyce. Pero no se trata de un juicio de valor sobre Sábato porque los nombres en realidad no tienen importancia, sino de dar una idea sencilla y clara de que leemos –cuando lo hacemos- porque alguien escribió para cada uno de nosotros unas líneas o algunos párrafos insustituibles y absolutamente necesarios. Si el que los escribió pudiera explicarnos por qué es así, seguramente no los hubiera escrito. Cuando a mí me dicen que Rubén Darío, el padre del modernismo literario, escribió con igual dominio del idioma castellano que Góngora, y que soy un verdadero bruto si no leí algo de ambos, no se me mueve un pelo. Si esto de leer es alguna especie de parto, prefiero que el dolor de leer lo que se me impone porque es importante sea mitigado con una dosis de pasión, un poco de sensualidad y una pizca, sólo una, de molicie. Quien haya leído “Desde el jardín” de Jerzy Kosinsky (o, por lo menos, haya visto la película que protagonizó Peter Sellers), va a entenderme. En una sociedad altamente sofisticada, lo más simple, lo más elemental, expuesto como una clave de todos nuestros problemas, semeja la sabiduría y nos desconcierta hasta asombrarnos.
Ahora, ¿qué es importante?
O dicho de otra forma: ¿qué es importante para ser un buen lector? Voy a comenzar al revés y por lo prescindible: El hecho de tener muchos libros en una o varias bibliotecas de la casa es impráctico, acumula polvo y termina siendo el elemento decorativo de un ambiente intelectual; cuando alguien nos visita se sorprende y uno tiembla esperando que al visitante no se le ocurra preguntar si leímos tantos libros. A mí, personalmente, se me mezclan los libros y nunca doy en el clavo cuando quiero recordar a un autor que deba ser mencionado en un momento clave. Además, necesito que me den un día entero para buscar el que otro puede estar necesitando (como me sucede con mis hijos, que les piden en el colegio un libro y yo, aunque sé que en algún lado lo tengo, precisamente ése no lo puedo encontrar). Muchos me los regalaron autores que no conozco, pero sé que debo conservar tales libros porque están dedicados. De todos modos, la única vez en mi vida que vendí algunas colecciones de libros que juntaba desde los veinte años, me sentí huérfano y desamparado. Pero ya se me va a pasar.
El hecho de tener muy pocos libros también es inconveniente: se supone que son selectos, precisos y muy claros respecto de nuestros gustos literarios. Si entre las obras completas de Borges y el diccionario de la Real Academia aflora –por ejemplo- un libro de Poldy Bird, estamos perdidos.
Lo ideal –y lo remarco: ideal- es tener (o comprar) sólo los libros que nos gustan, y entre ellos, aquellos que no dudaríamos en leer tantas veces como fuera necesario. Pero el ideal no existe y no existe ni siquiera la receta que pueda inclinarnos a leer y a preferir un buen libro a una película. Contrariamente a todos los órdenes de la vida –que son bastantes- con respecto a la lectura debemos ser absolutamente hedonistas, es decir, sensuales, egoístas, personales, narcisistas, ególatras, vanidosos, inmodestos y hasta lujuriosos.
Nótese entonces que para hablar de un buen lector tenemos que referirnos a una especie de degenerado que consume, digiere y atesora sólo lo que le gusta, lo que le hace bien y lo que le acaricia constantemente el ánimo. Si un libro no huele ni sabe a nada –o aún peor, si huele y sabe a rancio- es mejor seguir buscando. Uno, si realmente lo quiere y lo desea, siempre va a dar con el libro que es para sí y a partir del cual todas las demás lecturas encontrarán su lugar y su sentido. No tengo nada que objetar a los programas escolares de lectura; son una necesidad que no puede ni siquiera eludirse, pero forman parte de un sistema, de una estructura que la lectura en sí misma no tiene. La lectura no es formal, no es rígida, no es regular, no es matemática y precisa; la lectura es –tendría que ser- lo más parecido a una exquisita comida o a una excelente bebida. Que una persona encuentre esas virtudes leyendo a Shakespeare o a Neruda da lo mismo, porque no se trata de clásicos, antiguos o modernos, sino de aquello que logra abrirnos y mostrarnos un camino. Y este camino, yo no tengo dudas, no puede ni podría hacerse sobre sacrificios, incomodidades u obligaciones.
En mis años adolescentes me topé con autores como Sartre, Whitman, Julio Cortazar, Gabriel Marcel, en aquella época era común recorrer librerías del centro y hojear libros, se lo hacía comúnmente a la salida del cine. De estos autores como de tantos otros que aburriría mencionar, no tengo sabores ni olores conocidos; por ninguna de esas lecturas se me hubiera dado por escribir algún cuento. Para mí son recuerdos, experiencias, alguna parte de lo poco que sé porque lo leí. De idéntica manera ocurre con los textos con los que uno estudia: son parte del panorama, partículas de ideas que nos vamos formando de ciertas y determinadas cosas, átomos de alguna inteligencia que no se termina de desarrollar en toda la vida. Leer por obligación resulta tan estéril como leer por deporte y sin ambiciones íntimas. Quien piense ahora que nuestros mejores y más exquisitos libros son como amantes, no se equivoca.
En aquellos años de mi adolescencia, como ahora, se debatía también acerca de la lectura, y lo hacían editores, libreros y escritores. El editor decía entonces que se leía poco, el librero que no había lectores y el escritor que no tenía mercado; en rigor, el editor señalaba que su negocio tambaleaba, el librero que ganaba menos y el escritor que su talento no alcanzaba para llegar a ningún público. Nunca hubo debates de este tipo entre lectores y no lectores, o entre consumidores de libros. El escritor mediocre o de ocasión es una regla constante para todas las épocas y edades, y es a quien le cabe alguna culpa por empecinarse en publicar su mediocridad como una verdadera lacra que otros tendrían obligatoriamente que leer. Pero los editores se llevan todas las palmas: siempre fueron los malos de la película y por algo será. Son los primeros interesados en que la gente lea más y los primeros en quejarse porque no se lee. En nuestro medio, publican pocos, muy pocos, autores nativos, a través de dudosos concursos literarios, pero traducen y editan escritores extranjeros que dan ganancias. Se rigen metódicamente por las reglas del mercado pero, a la hora de ganar y sumar, le piden a cuanto organismo público existe que los proteja y subsidie. Yo personalmente nunca entendí a los editores y me resguardo cuando me dicen que soy editor agregando el “independiente” que me relega a la categoría de los descastados. Entre la lectura y ellos hay un abismo insondable.
Leer y ser lector no son verbos fáciles ni de interpretación instantánea, y por lo tanto pienso que esto de fomentar la lectura es tan descabellado como querer fomentar la comida exquisita o la bebida exótica. Lo cual no significa, de ninguna manera, que el acceso esté vedado para ningún semejante. El que todos lean no se aproxima ni por un instante al concepto de la lectura y a la posibilidad de ser lector, de idéntico modo que el que todos escriban no se acerca ni por asomo al que todos sean escritores; se trata de particularidades, de perfiles, de talentos, los que como tales deben ser descubiertos y cultivados.
Y de eso sólo puede ocuparse el interesado. Es muy bueno que en la escuela se lea y que los docentes inculquen el hábito de leer; pero el docente debiera ser lector y tener un gusto literario definido, tan abierto que permita la elección. Si a un chico le remarcan siempre que debe leer a los próceres de la lengua castellana y a los vacuos escritores actuales que escriben para su edad, parece lógico que el chico no lea. Ya tiene bastante con los torpes manuales enciclopédicos de cada año.
Yo no tengo ni la menor idea de cómo llegaron a mis manos, por ejemplo, los libros de García Márquez y de Joseph Conrad, pero que ahora no los presto a nadie, absolutamente a nadie, estoy seguro. Ese egoísmo esencial me impide ser altruista con mis pasiones literarias. Y por eso no creo que pueda inculcarse a nadie la pasión; se tiene o no se tiene independientemente de condiciones sociales y culturales. Advierto que nací en un hogar humilde, que en mi casa no había bibliotecas repletas de libros, que el peor regalo de cumpleaños que podían darme siendo chico era un libro y que mi mamá no se desvivía porque leyera. Para los educadores de mi tiempo, la disciplina y la lectura tenían el sesgo de una imposición y de un castigo. Hoy, cuando se dice que los chicos no leen, desgraciadamente también se está diciendo que son menos disciplinados. Es muy poco lo que se hizo creativamente para que existan lectores genuinos y demasiado lo que se impuso para que la situación actual no sea la que deseamos.
La lectura no es ni puede ser un problema político, es lisa y llanamente un problema de la cultura, es decir una cuestión de cultivo, de formación y de elección. Quien no lee absolutamente nada o sólo el diario y algunas revistas de actualidad no es mejor ni peor que yo; por haber leído algunos libros nadie es mejor que los otros, sencillamente porque no se trata de eso sino de disfrute, de goce, de pasión, de sentido. Y de formación.
No quisiera ser tajante pero lo digo: no hay ni existe un problema de la lectura. Existe sí un problema cultural serio que debe ser atendido, porque nos guste o nos guste, nuestra cultura hoy fluctúa entre lo que somos y lo que nos imponen.
En mis años de editor conocí a autores con enormes conocimientos y todas las lecturas habidas y por haber, los que podían citar de memoria a los más famosos poetas y escritores, y que pasaron sin pena ni gloria por el mundo de la escritura; enfrente estaban aquellos indigentes de la lectura que escriben para quedar definitivamente en la memoria colectiva. Los talentos y las capacidades no son ni democráticas ni justas. El arte en sí mismo nunca fue cuestión de mayorías, lo que no quiere decir, ni por asomo, que deba ser selectivo. El más humilde de los escritores puede brindarnos lo que el arrogante y soberbio jamás llegará ni siquiera a imaginar. Recuerdo haber tratado con escritores cultos y con escritores incultos, con poetas que demostraban una fina sensibilidad en su poesía y una absoluta grosería en la vida; los más lectores no eran los más cultos ni los más finos, amables o urbanos. Es que la cultura, los modales y el comportamiento social son cosas bien distintas y por eso no ha de creerse que teniendo un universo de lectores lograremos mejores conductas sociales. Para mi modo de ver, se confunde educación, instrucción e información y se le endilgan a la lectura atributos que hacen más a la disciplina que a la lectura en sí misma. Lector disciplinado, con rigores de horarios, días y épocas para leer, habrán de perdonarme pero nunca conocí a ninguno. Toda imposición en este terreno suena ridícula. Y crear un problema acerca de algo que no resiste la menor imposición, también suena ridículo.
La lectura no es un resultado, no es una fórmula, no es la suma de la inteligencia más la imaginación aplicada a un libro; es placer, es gusto, es encanto.
Y por no darle mayor importancia a esta cuestión se crea un verdadero embrollo con respecto a la lectura: los clásicos, los antiguos, los modernos y los contemporáneos son fuente de información y de conocimiento -por eso debiera leérselos-, pero son material de lectura para programas, cursos, clases y estudios. Es decir, contribuyen a la formación de ideas y conceptos, a cierta cosmovisión y enriquecen la lengua. Son antes que nada instructivos. Un escritor que se precie de tal debiera leer todos los que pueda, eso también es cierto. Pero de ahí a que se deba fomentar su lectura hay un abismo. Porque la lectura es una degustación, un plato exquisito que cada uno de nosotros consume exclusivamente si le gusta.
Por otro lado, yo no voy a ser más argentino por leer el Martín Fierro si mi imagen cultural de lo argentino es la indiferencia, la vulgaridad y el sálvese quien pueda.
No hay un problema específico y puntual con la lectura. Posiblemente tengamos problemas de ideas, conceptos y sentimientos que nos unan y afiancen como comunidad y como individuos con un común destino; pero de ahí a remarcar año tras año que las ideas, los conceptos y los sentimientos deben ser mi particular imagen sensitiva del mundo en el que vivo –por lo que leo o no leo- hay un precipicio.
La instrucción de los jóvenes es un problema, no la lectura; los modelos socioculturales son un problema, no la lectura; el pensar en una lengua distinta a la que tenemos es un problema, no la lectura; hasta la literatura misma podría ser un problema, pero no la lectura. Los libros están ahí, inmóviles y expectantes, esperando solamente que los leamos. No son un problema.
Si tienen tiempo, curiosidad y ganas, traten de conseguir “La importancia de vivir” de Lin Yutang. Yo tengo la séptima edición de 1944 y desconozco si se hicieron posteriores. Este autor, chino radicado en los Estados Unidos, tradujo lo mejor de la filosofía china y la comparó con nuestras costumbres occidentales. El libro tiene muchas páginas y muchos capítulos; uno de ellos trata del goce de la cultura, en el que sencillamente expone acerca del arte de leer y el arte de escribir. Todas las cosas que dije en estos renglones están mucho mejor explicadas en ese libro. Antes de concluir: Lin Yutang recela de quien no fuma, de quien no bebe vino, de quien no lee algo alguna vez, de quien no se desvive por un plato exquisito, de quien no duerme durante el día, de quien es célibe, de quien no se siente atraído por el sexo, de quien no sueña o no se rasca o no bosteza, de quien no recita las estrofas de un poema vulgar mientras ve las estrellas en una noche de cielo abierto. Dejando de lado los vicios que significan el fumar o el beber, ¿ustedes no coinciden en que la humanidad sin defectos no es humanidad?
Un ser perfecto no necesita leer libros (por eso para Lin Yutang los tiranos son seres perfectos), y uno podría ser un perfecto inteligente o un perfecto ignorante y no necesitar, de igual modo, leer nada. La humanidad imperfecta nos mantiene vivos. Tal vez por eso leamos algunos libros.